Allí estaba él como tantas otras veces trabajando en sus proyectos. Aprovechando su distracción me dediqué a observarlo. Parecía cansado, quizá triste. Sabía perfectamente lo que sentía por aquel hombre o más bien sentía sin poder decir con seguridad aquello que sentía. Nunca el sentimiento fue lo suficientemente intenso como para llegar a comunicárselo, mas nunca fue lo suficientemente débil como para poder olvidarlo. Me sentía atraída por él; sin embargo, mis palabras, como un extranjero en su propio país, expresaban algo diferente. Al despedirme experimentaba una gran tristeza; siempre ocurría algo parecido. Deseaba volver a encontrarle, comunicarle mis verdaderos sentimientos. Mas nunca volví atrás, siempre existió una gran distancia entre los dos
Relatos como el que acabamos de leer reflejan la falta de armonía que a veces existe entre lo que sentimos y lo que hacemos, muchas veces por causa de desconocimiento de nuestras propias emociones, no saber identificarlas, haber aprendido a expresarlas de una manera poco adecuada, creencias sobre las emociones, etc.
Todo ello nos aleja de esa parte tan importante que completa nuestro equilibrio y que está de manera inherente en todo lo que pensamos, hacemos y decimos. Este alejamiento nos causa conflictos internos que afectan nuestra actuación, cerrando nuestra visión y alejándonos de oportunidades.
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